martes, 11 de septiembre de 2012

Mañana cuando me despierte



“Hay un único lugar donde ayer y hoy se encuentran y se reconocen y se abrazan. Ese lugar es mañana."

Eduardo Galeano





Cuando iba en la primaria me tragaba todos los cuentos que recorrían los pasillos de mi escuela, cosas como que se aparecía un payaso en el baño de los niños como a las 4 de la tarde, o que aquel niño apodado el “Chucky” tenía un ojo biónico y por eso siempre lo tenía rojo. La verdad es que yo nunca vi al payaso, y aunque ya no recuerdo el nombre de aquel niño “Chucky”, tiempo después supe que había tenido un accidente y tuvieron que ponerle una placa de metal en la cabeza, y a veces sufría de terribles dolores que le provocaban derrames en el ojo izquierdo. La verdad es que siempre fuí un escuincle bastante crédulo, pero hoy me sonrío al pensar como Arturo Pérez-Reverte escribió en “El capitán Alatriste”, me acuerdo de esas cosas “quizá porque la verdadera patria de un hombre es su niñez”.
Y no es que haya tenido una infancia muy feliz o llena de dicha, la verdad es que cuando se es niño uno vive con lo que puede y lo más mínimo le basta para construirse mundos enteros en los que con un poco de imaginación se puede llegar a ser héroe, astronauta, rey, pirata, soldado  o “crack” del futbol. Mi infancia fue fue un sitio en el que una toalla amarrada a la espalda bastaba para sentirse Superman, o Batman, y un montón de cajas de cartón podían hacer una nave espacial, y tres postes de madera vieja en un campo baldío eran una portería del Estadio Azteca. Así que puedo afirmar que, de todas las etapas de mi vida, mi infancia ha sido la estación de paso más colorida y más soleada, porque mi “ingenuidad” me salvó de los fantasmas que había debajo de mi almohada, los monstruos que se escondían en la oscuridad y en los rincones, que cuando fuí creciendo fueron tomando forma y terminaron por engullirme sin piedad.
Mientras más pasaban los días en mi vida, más me daba cuenta de que el mundo se regía por convencionalismos poco convencionales, que hacen la vida más fácil y más amarga. Me di cuenta de lo fácil que es esconderse y a la fecha nunca he entendido porque siempre  me he escondido tanto, ni siquiera de que. Aprendí a sentirme culpable, insatisfecho, triste y vacío. Insuficiente. Frustrado. Empecé a tener miedo y a ser desconfiado. Me bebí el veneno de la mentira, que te endulza en aliento y te pudre el corazón. Creo que, sobre todas las cosas, aprendí que podía ser todo lo idiota que pudiera, siempre y cuando justificara mis acciones de forma elocuente. Me volví, como quien dice, una persona común.
Me volví gris.

No recuerdo cuando fue que empecé a ser un artesano del autoengaño, fabricante de ilusiones que se desvanecían en el aire cuando intentaba tocarlas. Yo me sentía seguro pintando paisajes de utilería, y al perfeccionar mi técnica casi llegaron a representar un camino, pero no eran otra cosa que cartones que se desplomaban con la primera ráfaga de aire. Nada sólido, solo imágenes sobrepuestas en un escenario mal iluminado.
Entonces luego quise ser auténtico, salir de lo tradicional y dejar de representar un personaje inventado por y para los demás. Me ahogué en poesía. Descubrí sistemas y estructuras que dictaban el movimiento de las cosas como oráculos que predecían el futuro y condenaban el pasado. Me perdí en las vidas y los pensamientos de personas que nunca he sabido si existieron, y me identifiqué con personajes ficticios que me hubiera gustado ser. Levanté muros de lo que yo creía era sensatez y razón, y puse puertas que no se abrían más que para mi. Me encerré en mi mismo, con mis dudas y mis monstruos, y mi ignorancia, y mis tristezas y mi estupidez. Olvidé que incluso al fabricar mentiras podía utilizar mi imaginación, y mi voluntad al hacer que las personas me creyeran. Me sentí por encima de todas las cosas, tan grande que todo lo veía pequeño, inútil e insignificante. Veía todo desde la azotea de mi fortaleza que no era otra cosa que una prisión, donde tenía un palacio de idiotez, lejos de las cosas que importaban y de las pequeñeces que hacían la vida llevadera. Y entonces me caí. Entonces todo empezó a caerse, a quemarse.

Dentro de mí todo se derrumba, y encima este puto arquitecto que fuí de mi mismo no trazó salidas de emergencia o habitaciones de pánico. Ni siquiera un maldito agujero donde refugiarse. Como si nunca hubiera pensado que fuera necesario. Y hoy, que me quemo hasta los cimientos, pienso que pude haber hecho las cosas mejor.
Pude haberle dicho a aquella chica que la quería, decirle a aquel amigo que era mi amigo, haber entrado a aquella clase, haber ido a aquella fiesta, no haber bebido tanto, no haber fumado tanto, no haberme ido tan temprano, no haberme quedado dormido, no haber hecho tanto daño, no haberme extraviado a conciencia, pude haber tomado ese camión, haberle hablado a aquella chica... Pude haber hecho otro pequeño esfuerzo, pude aguantar un poco más, pude llegar un poco más temprano, pude haber hecho tantas cosas que no hice. Pero lo que si hice fue postergar mis sueños hasta que se empolvaron debajo de mis pretextos. Guardé mi corazón en una caja de archivo muerto que ahora ya no encuentro y no quiero perderla en este incendio. Me siento tan cansado que ya no quiero ni esconderme, ni seguir mintiendo. Me quemaré con esto, y mañana cuando me despierte abonaré el terreno como para que crezcan árboles y flores, y si no crecen no habrá problema. De todos modos ya no estaré aquí.

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