sábado, 3 de octubre de 2015

Autorretrato

Tres veces siete

Soy sietemesino. Siete letras tienen cada uno de mis apellidos y mi nombre. Siete, como las notas musicales, las vidas de un gato, los pecados capitales… Mi nombre completo tiene 21 letras. 21 gramos pesa el alma y 21 es el número de puntos en un dado. Mi vida está regida de chiripa por un número cabalístico, casi mágico; y aunque no creo en la suerte, quizá si la tenga. Y es tan buena, que las veces que me he metido en un callejón sin salida, algo me saca por el otro lado. Tampoco es que me haya servido de mucho, pero incluso cuando todo parece derrumbarse (siempre por mi propia incuria), nunca me ha pasado lo peor.
Soy chilango. Eso supone muchas cosas que no refutaré: me gusta el futbol, amo los tacos, pienso que 5 minutos de retraso no es impuntualidad, siempre dejo algo para última hora… si le sigo, acabo en septiembre. Mejor no le sigo. También soy un romántico, pero de los quijotescos. Y como soy quijotesco, no puede faltarme un Sancho; pero un Sancho Panza, no me quieras “calaquear”. Soy mi propio Sancho, a quien procuro inculcarle ser honesto, que no vaya por la vida haciéndose “güey”, que se ponga las pilas. Porque si no lo hago yo, ¿quién? La cosa está cada día más difícil. Iba a decir más dura, pero a veces escribo una cosa y se entiende otra. Mejor no fiarse de la suerte (que te besa como si se fuera a ir con el primero que le pase por enfrente), y no cumplir la premisa de Chava Flores: “¿A qué le tiras cuando sueñas, mexicano?”

sábado, 21 de septiembre de 2013

Tener un millón de amigos/ LOTERÍA DE CUENTOS/ "El borracho"





Quemamos con malas artes el espíritu del vino,
y no va a regresar.
Héroes del Silencio


El hombre abrió los ojos y se quedó mirando al cielo, como si buscara algo que se le hubiera perdido y no pudiera encontrarlo, con la desesperación de quien no entiende bien lo que está pasando y se siente arrastrado al abismo; y volvió a cerrar los ojos. Yo ni siquiera me hubiera acercado de no haber escuchado esa voz que siempre grita dentro de mi decir que nadie más lo había visto, y aun cuando así haya sido, nadie iba a ir a ver. Y a veces el cielo parece no apiadarse de nadie. Total que entonces maldije en voz baja, ¡perra suerte!, y caminé hacia el sujeto tendido en la tierra del camellón que está entre Revolución y Eje 8, pensando que esta vez me había excedido en eso de andar de pinche entrometido, yendo a donde no me llamaban por no poder contener mi complejo de superhéroe, mientras esa voz insidiosa que suena en mi cabeza que hace las veces de conciencia contenía risitas cínicas.

>>

Por un momento creí que estaba muerto. En la televisión casi siempre salen casos en los que una persona cae fulminada en el acto por un paro cardíaco, y entonces simplemente se muere, en cualquier lado. No es que yo vea mucha televisión, pero si tomamos eso como punto de referencia, el sujeto la había o la estaba palmando, y yo siempre he creído que no hay peor forma de morirse que en la calle, donde cualquier hijo de la chingada te puede robar la cartera para que entonces la cosa se ponga en realidad muy pinche fea, porque nadie sabe quién eres o dónde vives, y entonces no hay ni a quien avisarle que te moriste. Eso si bien te va. Porque si no pasa la gente y te observa como si fueras un pedazo de mierda en medio de la calle, y tu cuerpo se queda ahí tendido en la lluvia, hinchándose hasta que en la mañana alguna ambulancia te recoja, intente identificarte, y como no puede, termines en algún anfiteatro como muñeco de pruebas para los estudiantes de medicina. Entonces, de una vez por todas, terminas en la fosa común mientras tu familia pega carteles de “¿Le has visto?” en el Metro. Por eso, la voz que suena dentro de mi cabeza prendió las luces rojas y me dijo que me largara, porque, a final de cuentas no era asunto mío. Y por enésima vez en toda mi pinche vida no le hice caso, sabiendo que no había forma de justificar el hecho de dejar a alguien probablemente muerto a su suerte. Y cuando me acerqué a averiguar si estaba frito o todavía le quedaba algo de vida en el cuerpo, el hombre volvió a abrir los ojos y me miró directamente, mientras exhalaba una nube inmensa de aliento alcohólico. Supongo que también es importante decir que la voz insidiosa ya no era una voz, sino una carcajada histérica que se reía de mi.

>>

No es que José no tuviera dinero. Lo que no tenía era cambio. En ese momento no sabía que se llamaba José, ¿cómo iba a saberlo? Me lo dijo hasta después. Hasta que llegamos al Elektra de San Ángel, pero para ese momento ya éramos grandes amigos, yo ya era su camarada. Sin embargo, levantarlo de la tierra fue un viacrucis, y él encima no ayudaba porque de por si ni siquiera recordaba cuál era su nombre… ¡Que sea menos!, diría Chava Flores. Pinche cabrón, estaba muy pedo y en la caída se dio un madrazo en la cabeza. Yo también estaría desorientado. Cuando lo ayudé a sentarse en la banca de la parada de autobús y regresé a donde estaba tirado, apreté los dientes pidiéndole a todos los malditos dioses que si algún día terminaba como él, por favor no hubiera cerca nadie como yo, y poder ahorrarme la vergüenza de exponer mi miseria como si fuera la mayor atracción de un circo de tres pistas. ¿Quién sabe?, total, cuando José despierte mañana ni se va a acordar de cómo putas le hizo para llegar a su casa. 
El niño de los chicles me veía fijamente, quizá pensando que no me había percatado que la cartera todavía estaba en el suelo, o a lo mejor calculando sus posibilidades. Le dije que se sacara a chingar a su madre si no quería que le diera una madriza, y obedeció casi en el acto, no sin antes echar un último vistazo a lo que representaría un buen botín. Por un momento pensé que tal vez así era mejor: al niño probablemente le haría más falta, pero si aquella cartera aún tenía dinero, todavía era de José. Me sedé el pensamiento con la idea de que aquel niño seguramente utilizaría el dinero para drogas y no para comida, o que uno de esos hijos de puta que controlan esa mafia que trae gente de lugares apartados a mendigar a la ciudad iba a terminar quitándoselo. Doble moral. Eso si no era asunto mío, ¿entiendes? Te acercas a un borracho que apenas puede pararse, creyéndolo muerto, y te dispones a echar una mano sin rechistar, aunque no sea asunto tuyo; pero no puedes dejar que un niño que tiene hambre se lleve algo que puede quitársela, porque los niños de la calle no son asunto tuyo. Genial, amigo. Si sigues sobre esa línea, lo más seguro es que todos esos niños que carecen de nombre, de familia y de futuro, esos niños que existen y desaparecen, así, inadvertidamente, de un día para otro, mientras otros niños los van remplazando una y otra vez, porque el negocio nunca termina; todos ellos no valen nada para ti, aún cuando son personas también. Personas que sienten y bla, bla… Le chiflé lo más fuerte que pude y cuando volvió a encontrarme tras cruzar la avenida, le di uno de los dos billetes arrugados de veinte que traía en la cartera, advirtiéndole que se comprara un taco y que no se anduviera gastando el dinero en chemo o activo. Para que el mugre escuincle nada más tomara el billete, se echara a correr y me mentara la madre desde el otro lado de la calle. Eso es lo que te ganas cuando te metes con nosotros, como en la canción de Radiohead. Puedo jurar que a la voz de mi cabeza ya le dolía el estómago.